sábado, 10 de abril de 2010

DOMINGO DE RAMOS

Aún puedo recordar aquel día en el que me despojaron de las raíces que me ataban a la vida, aquel día en el que el hombre, creído orgulloso poseedor de mi vida, me la arrebató sin piedad ni remordimiento alguno separándome de mi querida madre.
Recuerdo cómo me metieron en una furgoneta con el resto de mis hermanas y lo que se iba rumoreando. Entendí que un Dios nos estaba esperando para darnos la gloria eterna y la inmortalidad del alma.

Al día siguiente comenzó todo, el día que más tarde entendería lo que aquellos seres llamaban “Domingo de ramos”. Entró un hombre vestido con una especie de túnica que le llegaba hasta los tobillos y nos cogió para llevarnos a una sala llena de gente donde parecía estar celebrándose algo. En ese momento pensé que quizás mis hermanas tenían razón, pero aquel sentimiento de felicidad duró apenas un instante.

Una serie de personas colocadas en fila iban acercándose a nosotras y llevándonos una a una hasta que llegó mi turno, fue el último día que pude ver al resto de mis hermanas.
Fácilmente entendí, durante el trayecto que finalizaría en la casa de estas personas, que mi vida tenía un significado, una finalidad. Dijeron que yo me encargaría de ahuyentar a los malos espíritus, aún no sé por qué pensaron eso de mí, ni si quiera sé qué es un espíritu...

Al llegar a la casa me ataron con una cuerda a uno de los numerosos barrotes que constituían el límite del balcón, y ahí me quedé yo, expuesta al borde del abismo, pero siempre sin decir nada.

El tiempo fue pasando y de vez en cuando conseguía ver a esos seres, aquellos que hacían de mi vida una tortura, en la que pensaba que no podía seguir viviendo con tanto sufrimiento. Qué ingenua... si en aquel momento hubiese sabido lo que me esperaba quizás hubiese empleado mi tiempo en hacerme fuerte y no en autocompadecerme.
Los siguientes meses fueron meses de soledad y tristeza, de lágrimas invisibles y de esperanza, de aquella que desespera...

Los meses hicieron que con el tiempo llegase el frío que fue debilitando mi estructura poco a poco y, al fin, la semana santa de nuevo.
Empecé a sentir la presencia de Dios otra vez, ese que estaba en boca de todos, ese Dios que me vendría a liberar, aquel que conseguía de mí una emoción sutil, un albergue de esperanzas y deleites generosos.
Sin embargo, lo único que llegó fue otro domingo de ramos, y con él, otra rama de olivo que cumpliría sus funciones mejor que la vieja y quebradiza rama en la que ya me había convertido.
Mi siguiente destino fue el contenedor de la basura, aquel lugar donde perdí toda fe y esperanza.

Es difícil saber lo que sentir en situaciones así, qué pensar... Aunque el propósito esté claro, es ardua la tarea de lanzar la súplica adecuada para recibir la respuesta que se espera y, aún más difícil resulta saber en qué dirección emitir el sollozo solitario; pero sin saber cómo ni de dónde salen las fuerzas necesarias para que se me escuche lo más lejos y profundo posible, consigo gritar tan alto que mi voz envuelve todo el silencio y atraviesa la barrera del sonido para llegar a su destino.
Y de nuevo, un sonoro silencio se hace latente llenándolo todo, hasta el más mísero vacío y yo callo por el miedo a volver a ser castigada por aquellos que un día me quitaron la vida fingiendo defenderla con creencias absurdas.